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A son del tambor

Hace quince años, durante las fiestas por el centenario de la Asociación de Editores Británicos, el profesor George Steiner cargó una vez más contra el prestigio largamente celebrado de la novela. Declaró: “¿Qué novela puede competir en realidad con el mejor reportaje, con lo más escogido de la narrativa inmediata?”. Sobre su diagnóstico sobrevolaba el augurio de la metamorfosis del lector en una especie de idiota híper-informado y, por supuesto, el de la muerte del libro. Conviene recordar el anatema del profesor Steiner en esta hora en que habitamos un mundo sin Günter Grass, uno de los más audaces novelistas europeos de la segunda mitad del siglo XX. No basta con el deseo, pero me gustaría creer que la sola lectura o relectura de su obra sea suficiente para seguir pensando en la novela como un género superior al reportaje o a la narrativa inmediata por la sencilla razón de que representa una visión de mundo.

Una visión de mundo: una forma de conocimiento en la que hay sitio para la contundencia de los hechos, la proyección autobiográfica, la ficción. ¿El tambor de hojalata no es acaso la suma de todo esto? Digo El tambor de hojalata porque me parece la mayor empresa novelesca de Günter Grass: un anfibio que hizo posible la existencia de otros anfibios como Hijos de la medianoche de Salman Rushdie, Todo lo que tengo lo llevo conmigo de Herta Müller o Libertad de Jonathan Franzen.

Repasemos algunas circunstancias. Desde la cama de un hospital, Oscar Matzerath rememora el tiempo que va del mes en que su madre fue concebida —una tarde de octubre de 1899— hasta el mismo que señala su trigésimo cumpleaños —septiembre de 1954—. Nada en Oscar sugiere el arbitrio o la voluntad ajena: una vez que cumple tres años, una vez que recibe un tambor esmaltado en blanco y rojo como regalo, decide no crecer ni un dedo más, plantarse en los 94 centímetros de estatura. Logra así separarse del mundo de los adultos, a quienes no obstante juzga con altanería. Con su talla mínima, con una voz peligrosamente aguda y su tambor, Oscar disuelve manifestaciones nazis, observa cómo las SA saquean las jugueterías, los comercios judíos, participa en la defensa del Correo polaco, se enamora, se une a la troupé teatral del frente para llegar a Francia y asistir a los cruentos escenarios bélicos…

El tambor de hojalata puede leerse como una peripecia a cuyo protagonista mueve el más elemental egoísmo, el del héroe enfrentado a la familia, las instituciones y el interés político. Puede leerse también como una oda al individualismo que opone resistencia a la colectivización de la conciencia y, además, como la traducción novelesca de aquella Alemania incapaz de saber mirar hacia abajo. Porque, a final de cuentas, todo en El tambor de hojalata viene y va a dar a la Historia, aunque ésta cobre la forma de una lata de sardinas, un juego de cartas o una alfombra de fibra de coco.

No solo la ficción y la contundencia de los hechos corren por El tambor de hojalata. Ciertos rasgos autobiográficos son demasiado evidentes. Como Oscar Matzerath, quien no deja de aprender un buen número de oficios, Günter Grass fue cantero; también, como Oscar Matzerath, fue músico de jazz, tocando la tabla de lavar. El local que recrea en el capítulo “El bodegón de las cebollas” no es otro que donde trabajó en Düsseldorf antes de ingresar a la Academia de Bellas Artes.

Y luego está el tambor. Del tambor, cada vez que emite su tonada, provienen los recuerdos de Oscar Matzerath. El tambor es la memoria, el lazo con el espacio y el tiempo ya experimentados. Tal como ocurre en la gran literatura, el tambor es más que un tambor.

Roberto Pliego.
Artículo publicado en Nexos.


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