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Así es como la luz entra, maestro Cohen

El cantautor rio el último, pero sobre todo de sí mismo, en los años finales de su majestuosa vida

Hay una grieta en todo. En este mundo, este páramo en penumbra tan parecido al infierno, y que ciertamente no es el paraíso, en este campo de batalla que no es lugar para los dioses, sino para los héroes, hay una grieta en todas las cosas: la falla por la que acaban llegando la avalancha o el precipicio; la brecha que abre la puerta del final. Pero esa grieta puede ser, es a un tiempo, la condenación y la salvación. En su fulgor podemos romper las cadenas los ángeles caídos, los que mendigamos aquí, en los harapos de la luz.

La verdadera obra maestra de ese avatar que conocemos por Leonard Norman Cohen (1934-2016) fue ésa: dar la cara al alud, la avalancha, el abismo; arrodillarse ante él, dejarse devorar por él, rezando entre dientes la oración de los héroes, los malditos y los enfermos, y emerger al otro lado, tras mil aullidos de profundidad, para tantearse el alma en la orilla opuesta del terror y comprobar, con el primer rayo de sol tras la devastación, que seguía vivo. Y con una nueva cicatriz: el blasón de honor de los que están dispuestos a morir por vivir cada día en la belleza.

Cuando abandonas tu obra maestra, te hundes en tu obra maestra.

No se sale por arriba, tratando de huir de lo oscuro, sino por abajo, abrazándolo: así es como la luz entra.

Hacia el año 2005, Leonard Cohen tenía 70, cumplidos el año anterior, y la vida resuelta en los términos materiales en que suele entenderse esa expresión. Había cruzado la meta. Había regresado victorioso a Ítaca, porque ya había llegado al último puerto de sí mismo, o estaba a punto, la mar en calma tras décadas de temporal variable. No había sido fácil (nunca lo es). Toda su biografía está parcheada, como sus versos, de ascensos y depresiones; de encuentros como ángeles en vuelo y lunas de hiel, de huidas y regresos, de milagros y colinas rotas; de harapos, de plegarias, de velas encendidas por el anhelo o la desesperación. Por eso su canto conmueve a solitarios de cualquier latitud: es el que se canta desde una prisión, desde un monte velando la guardia, desde una cripta; desde el crepúsculo que invoca a aquélla sola que esperamos, la que puede encender la noche helada del bosque.

Cuando emergió como cantante, en 1967 [ver L. C.: el estigma fatal de la belleza, entregas I y II], una silenciosa pero vasta legión de cómplices le reconoció en Norteamérica y Europa como estandarte. Sin embargo, algunos modernos de la crítica le recomendaron que se volviera a su casa con su salmodia para viejas. No entendieron su intención de “escribir canciones con la limpidez lírica de algunas baladas de la frontera escocesa, de Irlanda o de la guerra civil española”. Algunos seguirán sin entender nada. “Creo –dijo también por entonces– que los deprimidos serán los próximos en sublevarse. Después de que los verdaderos hambrientos se alcen, los otros hambrientos, nosotros, nos alzaremos. Exigirán una revisión de su difícil situación, a sí mismos y a los otros. Yo insinúo esa posición”.

Esto explica en parte por qué la sensibilidad europea, menos entregada aún a la ataraxia monetaria que fue barriendo la apuesta vital de los años 60, vibró siempre mucho más acorde a su frecuencia, y por qué fue tan (escandalosamente) obviado en los Estados Unidos, donde durante al menos dos décadas no terminó de encontrar su sitio. Esto sucedió sólo en 1988, con el inesperado zambombazo de I’m your man, con el cual se reinventó a sí mismo y se vengó tomando Manhattan él solo, sin mancharse el traje. Justo antes de eso, su discográfica de siempre, Columbia (CBS), había perdido la paciencia con sus experimentos tan lejanos al mainstream, negándose a distribuir en EE.UU. Various positions (1985; que contenía gemas como Dance me to the end of love, It it be your will, Hallelujah…). Le dijeron: “Sabemos que eres grande, Leonard, pero no sabemos si sirves para algo”. Ya en el 88, en la entrega de un premio, les recordó que “siempre le había conmovido la modestia de su interés por su trabajo”.

En realidad daba igual cuánto vendiera: al menos en Europa y Canadá, los acólitos le esperaron siempre con idéntica reverencia. Era el único chamán capaz de renovar siempre la vieja ceremonia. (Dylan, su mellizo precoz, en teoría más luminoso, resulta un meteoro equívoco y distante; Cohen es la Polar.)

Para 2005, en fin, Leonard era ya un ermitaño relativamente vago viviendo en un traje; escribiendo, como siempre, con inercia militar, pero grabando exclusivamente cuando su reloj interno se lo imponía. Al cumplir los 60, tras el nuevo éxito y la gira correspondiente de The future (1992-93), en la que se pasó un pelín con el vino tinto, había regresado a las alturas de Mount Baldy, en Los Ángeles, para continuar su instrucción espiritual con el maestro zen Kyozan Joshu Roshi. Esta vez se quedó en el monasterio cerca de un lustro ininterrumpido, haciéndose las paces finales, culminando gran parte del proceso interminable. Viajó después a India, para estudiar filosofía vedanta con el maestro Ramesh Balsekar. Volvió a grabar en 2001: el soberbio Ten new songs. Pero ni ganas de cantar en público.

Para mayo de 2005, en fin, y a pesar de la permanente impermanencia cósmica tan bien aprendida ya, es improbable que contemplase ciertos sobresaltos. Pero no: todo es posible hasta el último momento. Un amigo sugirió a su hija Lorca (su hija se llama Lorca, por Federico) que su padre debía echar un vistazo a las cuentas. Fue entonces cuando Cohen, que nunca dedicó mucha atención a esas cosas, descubrió que su querida amiga, examante ocasional y asistente durante casi treinta años, Kelley Lynch, le había estado desvalijando con furioso despecho, y que sus días de descanso no iban a ser tan plácidos. Le faltaban cinco millones de dólares del cajón.

El suceso y su desenlace judicial, en favor del artista, son bien conocidos; no nos detendremos ahí. Pero sí en cierto comentario de su más reciente y exhaustiva biógrafa, Silvie Simmons, que observó lo siguiente: “Si esto fuera la Biblia, a Kelley le correspondería el papel de Judas, pues fue su traición la que puso en marcha la cadena de acontecimientos que conducirían a esa extraordinaria resurrección”.

“La última vez” que había actuado allí –dijo al presentarse en el escenario del O2 de Londres, en 2008– “tenía sesenta años: sólo un crío con un sueño loco”. Ahora tenía más de setenta. Pero todas las campanas que podían sonar estaban intactas, y acercándose al punto exacto de destilado, majestad y afinación. Hallelujah. 

Ora de pie, ora de rodillas, inclinándose para rendir a su vez a la multitud del canto, Leonard Cohen cantó en todo el mundo, durante varias etapas a lo largo de seis años, durante cientos de noches, durante recitales de tres horas, en los recintos de más audiencia de su vida, con la autoridad escénica y musical más exquisita lograda nunca, con el aura que sólo los artistas sancionados por el Duende reciben ya en las postrimerías de la gloria, allá donde uno se ha olvidado hasta de sí mismo y sólo queda eso, arrodillarse, quitarse el sombrero, entre coqueto y conmovido, por el regalo inverosímil de la vida, poco antes del final de los finales, bordeando ya, en sus últimas apariciones, los 80 años.

Todo obedece a cierta ley secreta, y si en este mundo hay luz es porque hay oscuridad: sin villano no hay héroe, sin conflicto no hay cuento que valga, sin Judas no hay redención de Cristo y sin la pérfida Lynch el noble Cohen se hubiera hurtado a sí mismo, y a nosotros, el espectáculo glorioso de sus últimos años en la cumbre (con todos los modernos de este mundo, críticos o no, vencidos ante los himnos que en su día despreciaron; pero qué más da: todos cabían, apiñaditos ahí abajo, ante la Torre de la Canción). Seguro que más de uno hizo entonces otro descubrimiento insospechado: aquel presunto apologeta de la tristeza, el vejestorio cantautor (cantautor fue para muchos un insulto hasta hace cuatro días; convendría recordarlo), capitán del sufrimiento, resultaba un showman dispuesto a reírse continuamente de sí mismo. Hallelujah otra vez. [Por cierto: “¿Podríamos, por favor, aplicar una moratoria a esa canción?”, dijo en esta entrevista de 2012. Cumplan su voluntad, por Zeus.]

Pero precisamente porque el amor no es una marcha victoriosa, sino “un frío y roto Aleluya”; precisamente porque se había postrado diez mil veces ante las escaleras del templo, y diez mil veces se había roto la cabeza contra ese suelo, “buscando el acorde adecuado”, la mujer adecuada, el camino adecuado, la actitud correcta, sin encontrar más que nuevas cenizas con las que seguir el rastro de la llama diabólica que se esfumaba siempre; precisamente porque durante toda su fulgurante vida había estado dispuesto a bajar a la batalla de su soledad y de su angustia, a meter las manos en el barro del Caos para arañar la brizna única de loto que pudiera salvarle, durante una sola noche; precisamente porque había militado sin tregua en la vanguardia espiritual y artística que sabe que dar la espalda al diablo es también dárselo al ángel, que sólo mirando a los ojos a Lucifer se abre la grieta por la que entra la Luz… precisamente porque jamás había hecho trampas a su tristeza, ahora podía reír con la misma autenticidad. Ahora, sólo después de romper el espejismo de su sufrimiento legendario.

Siempre estuvo ahí, en realidad, ese reírse de su propia sombra. Pero en los últimos años se acrecentó hasta que la carcajada devoró las lindes más sagradas. El Libro del anhelo (2006) ya fue un aviso (“Mi reputación de mujeriego era un chiste. Me hizo reír amargamente durante las diez mil noches que pasé solo”). Y el volumen póstumo editado el pasado noviembre, The flame, resulta, si se lee con el apasionamiento justo, un curioso collage en el que algunos hallazgos imponentes (“cuando los muros / de nuestro santuario empiecen / a vencer contra el peso de las lágrimas”) cohabitan con lo que él llamaba no ya “escribir”, sino sólo “ennegrecer páginas”. Como si el veinteañero que consideraba la poesía el último altar de Occidente hubiera transmutado en este anciano que sabía que nada, nunca, es tan serio. Ni siquiera eso a lo que uno ha consagrado su vida entera.

Su vida entera. Su vida íntegra, inabarcable, reunida al fin, sin embargo, sellada y resumida en esos últimos años de escenario, y en esos últimos tres discos de estudio (2012, 2014 y 2016) en cuyos versos sí se exigió lo más alto que le quedaba por decir. Muchas cosas y una sola: la que no había dejado de anhelar nunca por entre las cuerdas de la guitarra o las colinas de la mujer, los versículos de la Torá o los sütras de los Vedas:

Ojalá hubiera un acuerdo
entre tu amor y el mío

“Mi vida escapó / y la paz estaba allí”–se le oye recitar en el maravilloso concierto-homenaje que le rindieron los suyos hace año y medio, por el primer aniversario de su muerte–. Ahí estaba, después de todo: de toda depresión y de toda euforia, de toda gloria y de todo fracaso, de todas las deidades rotas y todas mujeres que dijeron (o no dijeron) Te necesito; no, no te necesito… “El hombre más afortunado del mundo”.

Aquel que sabía ya “reír y llorar; y llorar, y reírse de todo” otra vez, Marianne.

Se nos fue, el magnífico druida de etiqueta. Pero no se irá nunca. Seguiremos escuchando su voz, algunos, hasta el final, hasta mucho después de que nos dejara aquí, en la primera línea ya de nuestra vida. Pues así es como la luz entra: sólo desde el Otro Lado de la grieta, maestro Cohen.

Estoy listo, Señor.

Miguel Ángel Ortega Lucas
Artículo publicado en Ctxt

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