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Carta a la Comunidad

Querida Comunidad:

A estas alturas del curso andamos todas bastante cansadas, agotadas casi, tirando ya de batería para aguantar el último tirón antes de las vacaciones, ese derecho, peleado por la clase trabajadora, que nos permite desconectar y recargar para volver a producir a la vuelta. Ya ven mi optimismo en estos momentos. A tres de julio, tengo ya lo que esos medios acostumbrados a usar términos en inglés para enmascarar la realidad llaman un síndrome de burn out considerable, o como se dice en mi tierra, estoy ya más quemada que la moto de un hippy.

Para aguantar y aguantarme, me busco, como todas, mis ratitos de evasión, un paseíto si consigo ganar la batalla al sofá atrapacuerpos, unas cervezas con amigas si las múltiples tareas, obligaciones, planes, etc., consiguen que cuadremos… y, sobre todo, la que desde que aprendí es mi vía de escape asegurada, leer. Agarrar una novela, devorarla y desaparecer por horas, vivir en otra realidad, en otras vidas.

A veces, sin embargo, el libro elegido te juega una mala pasada y te devuelve al mundo conocido. Anoche, después de terminar de currar, estaba releyendo Tiempos de hielo, una de las entregas de la serie del comisario Adamsberg, de la escritora francesa Fred Vargas, cuando llegué a este párrafo:

“Lucio había perdido un brazo de niño durante la Guerra de España y esta amputación había engendrado en él una obsesión incesante, intacta y reiterativa. Justo antes de perder el brazo, le había picado una araña y no había podido terminar de rascarse la picadura. Para Lucio, terminar de rascarse se había convertido en un concepto determinante del comportamiento vital. Siempre hay que terminar de rascarse, si no queremos sufrir toda la vida”.

Por supuesto, esto me llevó a pensar en cosas mías, en asuntos sin resolver, sin terminar de rascar que, por pudor y porque no se trata de utilizarlos a ustedes como mis terapeutas, no desvelaré aquí. Pero también me encaminó a cuestiones que nos afectan a todas, que como sociedad nos siguen picando sin remedio porque no hemos terminado de rascarnos. Seguro que a ustedes se les ocurren unas cuantas. Así, a bote pronto, yo me acordé de una, obvia, la Guerra Civil, la dictadura, las fosas comunes, las cunetas, el todavía a veces abrumador silencio o la reivindicación atroz de la infamia (“La Guerra Civil enfrentó a quienes querían la democracia sin ley y quienes querían la ley sin democracia”, se atrevió a afirmar Pablo Casado este miércoles en el Congreso). Pero también de otras como el cierre del periódico Egin en 1998 por orden de Baltasar Garzón o el de Egunkaria en 2003 por mandato de Juan del Olmo –años más tarde, la misma justicia desmontó ambas actuaciones, pero el daño ya estaba hecho (para las personas torturadas e injustamente encarceladas durante años, pero también para la libertad de prensa y de expresión)–, o las salvajes reconversiones industriales de los gobiernos de Felipe González, que condenaron a regiones enteras al turismo, y las privatizaciones de Aznar que iniciaron, o continuaron, el camino del enriquecimiento de unos cuantos y el desmantelamiento del Estado de bienestar para otras muchas.

Sin pretender ser lo que no somos, ni creernos más que una revista pequeñita, ojala CTXT, con su apoyo, y haciendo aquello para lo que nacimos, periodismo, ayude a terminar de rascar esas y otras heridas por las que seguimos sufriendo como sociedad, como democracia. Y sobre todo, que rasque con ganas las picaduras que estamos sufriendo ahora, antes de que nos arranquen los brazos como a Lucio y nos pasemos la vida sin alivio posible.

Amanda Andrades

 

 

 

 

 

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