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El chiste y su relación con lo social

Lo que nos hace reír es tan variado como personas y momentos hay. Pero en términos sociales se pueden observar ciertas lógicas implicadas en los mecanismos del humor. La risa une y separa grupos. Por un lado, el humor cohesiona: reír juntos no solo es un momento agradable, también es un momento para resaltar la complicidad, los marcos de sentido compartidos, y cómo nos reímos cuando se rompen. Esta ruptura puede ser una marca de distancia social. Por ejemplo, ser irónico o sarcástico, gastar una broma, o burlarse de alguna característica de alguien puede ser una prueba de gran confianza, de cercanía social. No calibrar bien esta medida es pecar de confianzudo. De esta forma el humor sirve para reforzar lazos y equilibrios sociales.

El humor suele conllevar una distancia social. No sé quién fue la primera persona en dar la fórmula «drama + tiempo = comedia», fórmula a la que hay que añadir distancia. El humor negro es imposible en el momento en que una persona implicada vive la desgracia, pero a medida que nos alejamos en el tiempo y en el espacio cobra gracia, aunque sea de muy mal gusto. La distancia del humor también es social. En la jerarquía social, nos reímos de los que están «abajo» y «arriba».

La cuestión de los «ofendiditos» tiene que ver con cuestionar el sentido social en el que se hace el humor: de «arriba» hacia «abajo». Por un lado, los chistes con respecto a grupos dominados pueden contribuir a estigmatizarlos. Pero por otro, si estos chistes son pensables y hacen gracia, es porque reflejan un estado de opinión. Cuando dejan de hacer gracia es porque se ha transformado el sentido común en torno a la discriminación. Por ejemplo, las «gracietas» de  Martes y Trece en torno a la violencia machista de hace treinta años, pueden producir muchos sentimientos a día de hoy, pero ninguno bueno, ni mucho menos risa.

Parte de la cuestión de los «ofendiditos» tiene que ver con que la distancia social entre personas que sufren discriminación y marginación se ha acortado con respecto a los grupos dominantes. Mujeres, gays, gitanos… cuentan ahora con más poder que hace décadas, por lo cual tienen capacidad para expresar el malestar que estas bromas generan. Es el equivalente a cuando nos estamos burlando de una persona que no es de nuestra confianza y entra en la habitación… se genera incomodidad y hay que cambiar de tema. Todos estos colectivos han entrado en el espacio público.

¿Podemos hacer chistes solo hacia «arriba»?, meternos solo con los varones cishetero, sin diversidad funcional, no racializados, de mediana edad, con recursos económicos y culturales… En cierta medida buena parte del cine de Hollywood ya lo hace: cada vez son más frecuentes las películas en las que el mal se representa por un varón de mediana edad, blanco y cishetero, que dirige una gran corporación que conspira contra la gente común…

Pudiendo elegir el tema del humor, sin duda, mejor elegir el chiste de denuncia que el que sirve para perpetuar la discriminación. Pero mientras hagan risa los chistes contra quienes sufren discriminación, tenemos un problema con el sentido común del momento. Lo que no vale es intentar transformar el sentido común discriminador conculcando principios básicos de la democracia como la libertad de expresión: la prohibición, no digamos las amenazas, pueden tener más efectos reactivos que proactivos en transformar la opinión.

Sabemos quiénes son racistas porque hacen chistes racistas y se ríen de chistes racistas. Si lo prohibimos, no solo no sabremos quienes son, sino que crecerá su resentimiento por creer que están oprimidos. El chiste podemos verlo como una válvula de escape de pensamientos tóxicos, que si se cierra, no lleva a la desaparición de ese veneno, sino su expresión por otros medios, dando alas al populismo de derechas. Dejemos que se expresen, sin sanción legal ni amenaza. Pero sí teniendo que oír lo que pensamos de ellos. Lo mejor, haciendo chistes sobre ellos: contra el humorista racista lo mejor es burlarse de él con más gracia de la que tiene, que pruebe su medicina.

José Saturnino Martínez García
Artículo publicado en El Diario.es

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