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De la feminización de la migración a la acción feminista de migrar

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Conocí a Cata y a Niche cuando estaba en el proceso de comprender cómo se conforma ese espacio de vulnerabilidad que se experimenta cuando atraviesas una o múltiples fronteras en un mundo que privilegia la lógica del capital por encima del buen vivir individual y colectivo.

Conocí a Cata y a Niche en Río de Janeiro, Brasil. Ambas, al igual que yo, habían tenido una experiencia migratoria previa a su llegada a la capital carioca. Cata -colombiana- vivió en un Londres de altos contrastes: entre la clase media alta trabajadora de la British Petrol y la enorme diversidad Latinoamérica que no había experimentado en su país de origen; Niche -mexicana- en el barrio de Lavapiés en Madrid, entre la gestión de proyectos comunitarios organizados por migrantes y el sentido de ser una “sudaca de mierda”. Las conocí cuando estaba en el proceso de comprender cómo se conforma ese espacio de vulnerabilidad que se experimenta cuando atraviesas una o múltiples fronteras en un mundo que privilegia la lógica del capital por encima del buen vivir individual y colectivo, e inmersa en el deseo de esbozar un relato que pusiera en relieve las estrategias creativas que las personas migrantes utilizan al [re]constituirse en un nuevo mundo.

Explorar las motivaciones subjetivas inherentes al impulso de migrar abría la oportunidad de preguntar cómo vivimos, qué nos satisface y qué lugar tenemos en el mundo, entre muchas otras interrogantes; y de constatar cómo la presencia de ese “otro/otra” -que pone en crisis tanto la estructura política del mundo (Mezzandra, 2005) como su espacio inmediato y colectivo- genera tensiones que nos llevan a reconocer nuestras capacidades en la vida y a esbozar afecciones e intereses de [re]conocimiento. En palabras de Niche, “migrar es una experiencia recíproca donde tu presencia afecta el universo y a la inversa, pues vas tejiendo de manera consciente e inconsciente una red que también va habitando un espacio social […] y cuando una ya no tiene patria, lo único que nos queda es la humanidad”.

Si migrar es una experiencia corporal que no puede ser aprehendida sino hasta después del movimiento que la define en el momento en que se confrontan por lo menos dos mundos de vida distintos  -aquí/allá, centro/periferia-, entonces trazar rutas migratorias fuera del discurso de producción-distribución-consumo, que subyace en las posturas oficiales, conlleva a pensar la migración como ese espacio de cruce donde podemos observar lo que persiste y lo que se transforma en la vida cotidiana de un mundo globalizado, y al cuerpo como un territorio cuya orografía va cambiando conforme en el paso de la ruta se van asentando diversas marcas: las que se dan cuando nos reinventamos ante la presencia del otro/otra; pero, también, las que surgen como resultado de las cadenas globales del mercado. De otra manera, “cómo explicar que no nos dejan decidir dónde vivir”, como nos compartían Niche y Cata, o cómo entender que “el 65 % de las mujeres que trabajan en el empleo doméstico en España son migrantes, en condiciones laborales inequitativas, con salarios por debajo de la media y elevadas horas de trabajo, para realizar actividades en relación al cuidado de los otros” (Gil, 2011)

Retomando el estudio de Salazar Parreñas (2000) sobre la feminización de la migración, aún en nuestros días persiste una división sexual del trabajo basada en estereotipos de género que naturalizan a las mujeres como aquellas que deben y pueden ocuparse de los otros manteniéndolas, históricamente, en el trabajo reproductivo, sobretodo en la esfera privada y no remunerada, naturalizando el papel de cuidadoras y estructurando un imaginario colectivo que se comparte y se reproduce globalmente. La normalización de esta idea de mujer y de feminidad es la que llega a influir, quizá de manera determinante, en el trayecto y flujo migratorio de las mujeres. Sin negar que el feminismo ha tenido logros significativos de justicia social, autoras como Gil señalan de manera clara la necesidad de movimientos que visibilicen las diferencias que existen, incluso entre mujeres, y poner en el centro de la discusión el reconocimiento de las estrategias colectivas y creativas por lograr una vida alternativa. Así, y más allá de las divergencias que pudieran existir entre los testimonios de Cata y Niche, existe un punto de encuentro importante de compartir. Para Cata vivir en Londres fue el inicio de su independencia, y vivir en Río de Janeiro un parteaguas para reivindicar su libertad; para Niche, Madrid fue el espacio donde construyó su familia latinoamericana y Río su resistencia y creatividad. Pero ambas transitaron de un punto a otro con una maleta mucho más ligera, sin cargar las exigencias de mercado de tener y producir, como un signo de autonomía.

Claudia de Anda.
Artículo publicado en la Revista «Con la A».

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