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«El Capitalismo ha empezado una de esas mutaciones a las que nos tiene acostumbrados»

Resulta una de las mentes más lúcidas, vivaces y sencillas a la hora de exponer el panorama político. Sindicalista de vocación, Joan Coscubiela estuvo al frente de Comisiones Obreras de Cataluña entre 1995 y 2008, siendo elegido diputado posteriormente por Iniciativa per Catalunya-Verds (ICV). A día de hoy, es miembro del Consejo Nacional de Esquerra Verda. Acaba de publicar ‘La pandemia del capitalismo’ (Península), una honda reflexión a propósito de lo que ha evidenciado la covid-19: que al sistema le saltan las costuras por los flancos. La cuestión, una vez más, se repite: ¿qué alternativa tenemos a lo que hay? Coscubiela nos explica su esperanzada propuesta: un capitalismo de los bienes comunes y una nueva moralidad para la economía. 


Como pandemia, ¿es más letal el capitalismo que la covid-19?

No, actúan en planos distintos. Lo que he querido reflejar con mi libro es que algunos de los nefastos efectos asociados a la pandemia en términos sanitarios, económicos y sociales no tienen tanto su origen en la covid-19 como en problemas preexistentes. Pondré un ejemplo gráfico: si la pandemia ha provocado un índice tan elevado de muertes entre los mayores, en las residencias de ancianos, es fundamentalmente por la falta de recursos y por la degradación con la que –de manera estructural– se atienden esos centros. En estos casos, la pandemia no es la causa, sino el acelerador o el desencadenante. Las causas de los incendios suelen ser casi siempre el mal estado de la conservación del bosque; el detonante, una colilla, una tormenta seca, un cable de línea eléctrica… y el acelerador, por ejemplo, la gasolina.

Usted habla de un «capitalismo de los bienes comunes». ¿Cómo es posible que no podamos imaginar algo al margen de este sistema? ¿Estamos bajo la maldición de Thatcher y su «no hay alternativa»?

Sí que hay alternativa, sin duda. Esa que mencionas es la parte que más me ha costado describir en el libro. Poner nombre a las cosas siempre es difícil, por eso los humanos tendemos a usar aquellas referencias que conocemos. Más allá del nombre, he querido destacar que considero que la pandemia ha puesto de manifiesto la insostenibilidad del actual modelo capitalista; es una insostenibilidad múltiple: ecológica, económica, social. También democrática, porque erosiona las bases de la democracia, que son el consentimiento de la ciudadanía con el sistema político. Tengo la intuición de que el capitalismo ha empezado una de esas mutaciones a las que nos tiene acostumbrados. Hay que recordar que ha habido muchos capitalismos: el primero es el manchesteriano, que refleja Dickens en sus novelas, pero también existe el capitalismo de los países nórdicos, con un papel muy importante reservado al Estado, el keynesiano, el socialdemócrata o el ultraliberal que tenemos en estos momentos. Hemos comenzado una fase de mutación, pero no está claro a dónde nos va a conducir, como sucede en los grandes momentos de cambio de época. Deberíamos de huir de cualquier tipo de determinismo.

Usted apuesta por ese capitalismo de los bienes comunes…

He querido destacar que, a pesar de todos esos cambios, el capitalismo nace con la afirmación de Adam Smith –que, en su momento, tuvo cierta lógica– de que si todo el mundo buscase su propio beneficio se crearía riqueza, se armonizaría el mercado y terminaría siendo útil para todos. Pero se ha demostrado que no es así. Cada vez es más insostenible esta premisa porque el beneficio privado, el hecho de dar valor al accionista como la gran razón de existir de la empresa, tiene una capacidad destructiva brutal. Habría que reformular todo esto. Sin duda, el mercado juega, y ha jugado a lo largo de la historia, un papel determinante; no es posible entender nuestras sociedades sin él, pero no puede ser que el mercado sea el gran dios que lo controla todo. Hay derechos que la sociedad ha de garantizar sin hacerlos depender del mercado. Ahí es donde entran en juego los bienes comunes, garantizados políticamente, que el capitalismo debe respetar.

¿No cree que un «capitalismo de los bienes comunes» es un oxímoron?

El capitalismo neoliberal está en crisis, pero no hay nada que garantice que lo que se construya a partir de ahora sea mejor: en el escenario actual corremos el riesgo de que el futuro cree un capitalismo salvaje con nacionalismos y proteccionismos. Tenemos la posibilidad de establecer un cierto contrato social en términos socialdemócratas –o mejor dicho, keynesianos, para no dar una connotación política concreta– o podemos encontrarnos a medio plazo con un capitalismo de Estado similar al de los países asiáticos; incluso es posible que surja un capitalismo al modo del metaverso: construido desde la vigilancia, donde a partir del control de los datos y de las vidas de todos se construyan monopolios económicos y políticos. En este escenario incierto, por tanto, propongo repensar el sistema socioeconómico. No sé qué nombre ponerle, pensé en «eco-socialismo» y en «capitalismo socialdemócrata», pero al final me decanté, en efecto, por un oxímoron: un capitalismo de los bienes comunes. No tengo otro nombre mejor.

¿Considera que hay otro contrasentido en el hecho de conseguir un sentido moral de la economía?

En este caso no creo que exista una contradicción. En el actual sistema, la economía tiene al beneficio privado como el gran motor de la economía y de la sociedad: es la utopía del capitalismo convertida en distopía. Ese futuro más humano que queremos construir, y desde luego por el que yo apuesto, no puede darse con políticas concretas; requiere de una gran revolución de nuestros valores, de la concesión a la economía de otro sentido moral. No somos conscientes de que no puede escindirse la reflexión ecológica de la financiera. Ambas van de la mano. Durante mucho tiempo se pensó que el capitalismo de las sociedades más avanzadas –como el de Europa y Estados Unidos– podría expandirse infinitamente desde un punto de vista monetario, de expansión del capital, pero esa estrategia se está agotando. Ese modelo capitalista ya ha ocupado todo el mundo: China, Asia e incluso África; no da más de sí. Por eso urge dotar de un nuevo sentido moral a la economía, sin el cual no puede darse eso que Sarkozy llamó «reformular el capitalismo». Sin un nuevo orden moral, toda propuesta será un autoengaño o un placebo.

Usted afirma que la derecha ha usurpado el concepto de austeridad a la izquierda. ¿En qué se distingue una y otra concepción?

No solo el concepto de austeridad, sino también el de libertad. Algunos sectores de la izquierda ridiculizan a Ayuso cuando habla de libertad, un término que ha usurpado, como bien saben hacer las derechas y el poder económico. Recordemos que al principio de la industrialización, el gran argumento para prohibir los sindicatos y los convenios colectivos fue la libertad: las autoridades pretendían que los obreros sindicados no pudieran eliminar la libertad de los empresarios a la hora de fijar los bienes y productos. La manipulación de la libertad, por tanto, viene de lejos. La derecha ha tenido siempre en la batalla ideológica uno de sus puntos fuertes, aunque se tienda a ridiculizarlo. En cuanto a la austeridad, para que se entienda, hago uso de una intervención de Enrico Berlinguer, secretario general del Partido Comunista de Italia, en la década de 1970. Era una conferencia de intelectuales del Partido Comunista Italiano y, en ella, Berlinguer propuso hacer de la austeridad una bandera moral. La austeridad significaba el uso responsable de la naturaleza, de los bienes públicos, la ruptura con la cultura de la especulación, la lucha contra la corrupción; parece, de hecho, que estuviera hablando del presente. Esa austeridad es muy diferente a la esgrimida por Merkel o por Rajoy, la cual aumenta la desigualdad social, produciendo una pérdida de capacidad del crecimiento económico sin mejorar la productividad. En contra de lo que pensaban los economistas clásicos, no es verdad que la mejora de la productividad y la cohesión social sean incompatibles; más bien ocurre al contrario. Hay cada vez más estudios y evidencias de que los países inclusivos son los que han conseguido mejoras en la productividad y en la creación de riqueza, pudiendo distribuirla mejor, convirtiendo un círculo vicioso en uno virtuoso.

¿Está comprometida la gente para ese cambio de modelo necesario o cree que existe un desencanto general que invita a la indolencia?

Lo que hay, sin duda, es desconcierto, el cual se convierte en indignación. Pero la indignación no transforma a la sociedad, es un estado emocional que se consume en el sentido más mercantil del término: desaparece. Entendiendo esos estados de desconcierto, de miedo, de indignación y de perplejidad en que nos hallamos, hemos de ser conscientes de la dificultad para convertirlos en una transformación social. No es tanto que la gente se resigne y no se hagan cosas –ya que se hacen, y muchas– sino que me parece que hay dos problemas: que la gente busca la respuesta en el pasado, sobre todo desde una perspectiva progresista o de izquierdas, y el hecho de que la digitalización no solo trocea el trabajo, sino que trocea a las personas, nuestras vidas y nuestras conciencias, y eso interrumpe la visión conjunta. Incluso en los movimientos de gran potencia de futuro, como el ecologismo o el feminismo, está habiendo ese problema. Las estructuras sociales conseguidas durante la industrialización, capaces de unificar esas causas y darles un sentido transformador están en crisis: partidos políticos, organizaciones sociales, sindicatos…

¿Es optimista respecto a cómo saldremos de esta?

Claro que sí, lo que ocurre es que, a veces, nos cuesta entender que la historia ha construido respuestas útiles en las que se ha necesitado mucho tiempo, centurias incluso. En ese interregno es cuando aparecen los monstruos de los que hablaba Gramsci.

Esther Peñas
Publicado en Ethic

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