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Extremos y populismos. Después de Andalucía ¿Qué?

Eran muchos los escenarios que se contemplaban como resultado de las elecciones andaluzas, pero el único imposible de prever era la extraordinaria irrupción de la ultraderecha Vox, y que se convirtiera en llave del gobierno.

Muchos de los análisis ya se han hecho de inmediato: pérdida abrumadora del PSOE, aunque sigue siendo la fuerza más votada después de 36 años de gobierno (no hay que perderlo de vista); Podemos como la otra fuerza de la izquierda pierde, porque parece haber tocado su techo después de haberse “merendado” a IU, sin ningún aumento de votos; el PP está eufórico porque puede gobernar, pese a tener el peor resultado de su historia, pese a lo invisible y errático de su candidato andaluz, así como el papel un poco chirriante que realiza Pablo Casado. Los triunfadores, sin duda, son Ciudadanos y Vox. Ciudadanos lleva tiempo persiguiendo su aumento; lo ha conseguido en Catalunya y ahora en Andalucía, sube triunfalmente, pero nunca suficiente como para dar el sorpaso a un PP malherido ni tampoco para alzarse con un gobierno.

Lo de Vox ha sido la sorpresa auténtica. Ninguna encuesta le auguraba un resultado extraordinario: entrar en el parlamento ya era una heroicidad. Ni ellos mismos imaginaban horas antes los 12 diputados. Son, sin duda, la llave para un gobierno de derechas, mucho más que de derechas escuchando a sus líderes, que hablan sin tapujo del machismo, la misoginia y el racismo.

¿De dónde han conseguido sus votos? Hay varias fuentes porque todo es complejo. En primer lugar, la abstención que se presupone cercana a la izquierda; por supuesto del PP, cuya caída ha alimentado a Ciudadanos y a Vox; pero también de las clases trabajadoras más desfavorecidas, como siempre ha ocurrido a lo largo de la historia. Véase el caso de Elejido, una explosiva combinación de clase baja trabajadora y migrantes en busca de la supervivencia: pobres contra pobres.

Hannah Arendt, una gran estudiosa de los totalitarismos, ya advirtió que “la dominación totalitaria,  como la tiranía, porta los gérmenes de su propia destrucción. De la misma manera que el miedo y la impotencia de la que surge el miedo son principios antipolíticos y lanzan a los hombres a una situación contraria a la acción política, así la soledad y la deducción lógico-ideológica de lo peor que procede de ella representa una situación antisocial y alberga un principio destructivo para toda la vida humana en común”.

¿Cuáles son los motivos del crecimiento de Vox? Evidentemente varios, no uno solo: el lío entorno a la independencia de Catalunya, la “resurrección” de Franco, la inmigración, el movimiento feminista y sus conquistas, la recesión social y la crisis económica, los errores de la izquierda, la pérdida del poder político por parte del PP. Sin duda todas ellas y alguna más, por ejemplo, Europa. Corren vientos del triunfo de la ultraderecha en Europa, y también en EEUU con Trump o en Brasil con Bolsonaro.

El elemento que aglutina este voto es, como dice Arendt, el miedo. Cuando en una situación de incertidumbre ante el futuro, de miedo y soledad, de impotencia, no se vota por una solución mejor, sino por la antipolítica, la antisociedad, la antidemocracia. La ciudadanía que vota Trump, Bolsonaro, Marie Le Pen, Matteo Salvini, Orban o Vox les mueve el miedo a perder, y su voto es un voto que surge, no de la razón ni del corazón, no del intelecto ni la compasión, sino de las pasiones, del egoísmo, de la propia supervivencia. O ellos o nosotros.

Que no se equivoque Podemos cuando intenta analizar el voto de “los trabajadores” como un colectivo unido, homogéneo, y partícipe de las reflexiones de la izquierda, porque seguramente ese es una bolsa de descontentos y frustrados de los que se puede nutrir Vox.

Europa viene dando muchas señales de alarma desde hace tiempo. Empezó con Le Pen y no ha parado su crecimiento y amenaza. La última provocación que atenta contra toda la razón fue la manifestación de la ultraderecha en las calles de Polonia, el país que fue arrasado y más sufrió con la invasión de Hitler.

Votar no nos hace mejor personas, ni nos garantiza moralidad, ni sentido de la justicia. A veces, el error de la izquierda está en sobredimensionar el voto ciudadano para lo bueno y para lo malo. Las decisiones democráticas no tienen por qué ser justas ni correctas, pero tampoco tenemos que obviar los mensajes que envían. De ello, sabe mucho el filósofo búlgaro Tzvetan Todorov que nos dice: “la democracia significa que cada población es soberana y que por consiguiente tiene derecho a definir por si misma su idea del Bien”. Pero esto no quiere decir, como él mismo señala, que el poder en manos del pueblo sea un buen poder.

La crisis económica está alentando los populismos. Unos movimientos diversos que se mecen en los extremos, cuyo alimento es el descontento y la crítica destructiva, y que engordan con el dicho “cuanto peor, mejor”.

Surgieron movimientos populistas de izquierda, cuya característica era hablar del “pueblo”, con una división: “arriba y abajo”. Los de arriba eran la casta (afirmación exitosa de Podemos) que eran los corruptos y malvados (en algunos casos no les faltaba la razón).

El problema es que cuando la ciudadanía ya ha agotado su cupo de “malvados”, y siguen teniendo problemas, y sigue habiendo crisis, y siguen con miedo e incertidumbre, vuelven la vista a otro lado. Entonces surge el populismo de derechas que también habla del “pueblo”, pero con una división diferente: “los de fuera y los de dentro”. Los de fuera son los inmigrantes, negros, musulmanes, enemigos del bienestar, los que nos roban, los que se llevan las subvenciones, los que aquí no caben. O ellos o nosotros.

Y eso es más fácil de entender. Por dos razones: una, porque en el fondo, a todos les gustaría “llegar a arriba”, ser de los triunfadores, que le tocara la lotería de navidad, ser rico, hacer posible sus sueños. Escalar, aunque sea robando o engañando, tiene mérito (o eso piensan de Trump, por ejemplo). Ahora bien, nadie quiere ser de los pobres, como dice Adela Cortina, la aporofobia está instalada en nuestro adn moral.

Segunda razón, porque es más fácil que un trabajador pobre, al que le asfixia la crisis, conviva en su barrio con un negro o musulmán que con Rodrigo Rato (por poner de ejemplo). Es decir, el competidor directo es el “otro”.

Europa está desgarrándose por la codicia propiciada por los “de arriba”, por una casta económica y política que ha permitido la desregulación, la codicia, la falta de política, la desigualdad galopante. Pero la guerra, cuerpo a cuerpo, se abre entre iguales, entre los que disputan el mismo trozo de pan.

Triste, pero eso lo ha vivido ya Europa, ¿o no se acuerda?.

Ana Noguera

 

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