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Fernando Simón, el alquimista

Cada mañana, desde hace cien mañanas, como si fuese lo más sencillo del mundo, Fernando Simón realiza el milagro de convertir la mierda en oro.

Durante siglos los alquimistas trataron de convertir el plomo en oro por medio de la transmutación de los metales. Plomo y oro tenían densidades semejantes y esto alentó aquella quimera que jamás dio resultados. Sin embargo, hoy sabemos que no estaban del todo errados, y este viejo sueño de milenios se consiguió en 1980, durante apenas unos segundos y con unos pocos átomos, por medio del bombardeo nuclear.

Algunas de las mentes más brillantes del pasado científico coquetearon con la alquimia en algún momento de su vida. Y este intento trascendió a todas las culturas, desde Grecia al Islam. Pero todo este esfuerzo fue baldío… hasta hoy.

Hoy el milagro alquímico se ha obrado. Y lo que cientos de años de investigaciones, estudios y experimentos no lograron, lo consigue cada día Fernando Simón, como quien no quiere la cosa, sin darse importancia y sin que nosotros hayamos prestado la atención debida a la magnitud de su hazaña.

Cada mañana produce una transmutación infinitamente más compleja que la del plomo. Cada mañana, desde hace cien mañanas, como si fuese lo más sencillo del mundo, Fernando Simón realiza el milagro de convertir la mierda en oro. La mierda que le arroja en forma de preguntas imbéciles una caterva de periodistas que parecen competir en ver quién es capaz de exhibirse como el más mezquino, malintencionado e ignorante. Y el oro en el que él la convierte con sus respuestas prudentes, sensatas y juiciosas.

Para bien o para mal, una de las enseñanzas de esta crisis es que todos los españoles han podido cerciorarse de algo que quizá ya suponían: el nivel de auténtica cochambre del periodismo actual y la general imbecilidad y sectarismo partidista de muchos de los que practican esta profesión. Verlo en directo ha sido toda una epifanía.

El espectáculo, que han padecido sobre todo Fernando Simón, el ministro Illa y Pedro Sánchez, ha sido bochornoso. Se dice que series como Lou Grant o Periodistas alentaron a seguir esa profesión a muchos chicos y chicas que entonces las vieron y que soñaron ser como aquellos personajes: íntegros, valientes, comprometidos, atormentados e insobornables. Si los estudiantes de hoy han visto lo que se ha exhibido en esas ruedas de prensa virtuales, auguro un descenso drástico en el nivel de vocaciones.

Con contadas y brillantes excepciones, lo que vimos desde luego nada tenía que ver con aquellos combativos profesionales a la búsqueda de la verdad que mostraba la ficción. Ni por asomo. Más bien parecía un abigarrado congreso de cuñaos a la hora del cubata que estaba muy lejos de deslumbrar a nadie. Algunos parecían tener muy serias dificultades para comprender conceptos simples. Otros preferían dedicar su minuto de gloria a soltar farragosos discursos ideológicos y luego preguntar: “¿qué opina de esto?”, tal cual como si estuviesen participando en el videoclip de la genial canción de Los Punsetes “Opinión de mierda”.

Otros se hacían ecos de bulos y supercherías absurdas y había también los que eran la voz de su amo al que no perdían ocasión en glorificar, ya fuese Torra, Ayuso o Feijóo. A veces, algunos conseguían encontrar la piedra filosofal con intervenciones antológicas que combinaban todas estas lacras en una, en una suerte de Opus Magnum de la idiotez.

La Voz de Galicia es una de las cabeceras más leídas en España, quien sabe por qué. Antaño se jactaba de ser un periódico serio y hoy, convertido en un fanzine sensacionalista, sobrevive gracias al impúdico río de dinero público con que lo riega la Xunta de Núñez Feijóo. Su corresponsal anunció tres preguntas a Pedro Sánchez: la primera era si le podía explicar una cosa —sencillísima— que él no había entendido bien. Pues claro que sí, hijo, que para eso están los presidentes del Gobierno, para repetir las cosas si uno está despistado sorbiéndose los mocos. En la segunda le preguntó por una manifestación que “acaba de convocar ahora mismo Torra” y de la que la humanidad a día de hoy aún no tiene noticia. Reservó para el final la de más enjundia e inquirió con tono solemne: “¿Qué opina de la sensata propuesta de Núñez Feijóo de abrir los concesionarios de coches?”. De repente se hizo la luz: obnubilados como estábamos por los cientos de muertos diarios y un sistema de salud al borde del colapso no habíamos reparado en la trascendencia vital del tema de los concesionarios y Feijóo. Sánchez —quizá perplejo— tardó unos instantes en responder y el mundo entero contuvo la respiración.

Y esto, una y otra vez, un día y otro día.

Hoy surgen interrogantes acerca de qué pudo ocurrir para que la comunidad científica menospreciase el alcance de la amenaza en un primer momento. Sin duda se trata de una reflexión pertinente y yo me atrevo a proponer que quizá los métodos deliberativos de la ciencia estén adecuados a un tiempo en el que todo iba más lento.

Pero estoy seguro de que a esa reflexión necesariamente pausada que requiere el análisis científico tampoco ayudaba el tiempo que debía destinar todos los días el doctor Simón a memeces.

Haciendo un cálculo prudente, entre desplazamientos a La Moncloa, preparar sus intervenciones y contestar a majaderías, ¿cuántas horas al día podía desperdiciar? ¿Cuatro? ¿Cinco? Eran horas que se hurtaban a su verdadero cometido científico. Y su día, que se sepa, seguía teniendo solo veinticuatro.

Cuentan que Halley —el del cometa— un día se acercó a consultar al gran Newton sobre la forma de las órbitas planetarias. Este contestó sin pestañear: “Elípticas, lo he calculado”. Halley asombrado le pidió los cálculos pero Newton, que estaba a otras cosas, los había extraviado por ahí. Conminado a volver a realizarlos se enfrascó en ello dos años y, ya de paso, escribió el Philosophiæ naturalis principia mathematica, que está considerado el libro científico más importante de la historia de la humanidad. Incluso le sobró tiempo para malgastarlo con la alquimia. ¿Hubiera podido hacerlo de tener que dedicar cuatro horas al día a responder a las estolideces de los okdiarios de su tiempo preguntándole, quizá, cómo un cuerpo podía ser cuerpo y a la vez celeste o por qué las órbitas no eran cuadradas? Lo dudo mucho.

Viendo el cambio físico operado en Fernando Simón en estos meses, se hace evidente su falta de descanso. ¿No es ofensivo que una buena parte de su actividad consistiese en atender sandeces? Y siempre con ecuanimidad, con mesura, con rigor, sin dejarse arrastrar a la provocación constante. Se producía así un fenómeno paradójico del que los periodistas no han sido conscientes. Que precisamente las preguntas paupérrimas engrandecían las respuestas. Y cuanto más se empequeñecían los que preguntaban, más se agigantaban los que respondían.

Reconozco que fui uno de los que subestimó gravemente a Pedro Sánchez. Pero su figura, como la de Salvador Illa, y no digamos la de Fernando Simón, se ha elevado hasta la talla de estadista. Verlos a los tres, sin descomponer nunca el rostro, respondiendo con cordura y circunspección a tanta carroña, ha sido otro de los espectáculos de este tiempo.

En aquel experimento de 1980 se demostró que la transmutación es teóricamente posible. Pero el coste de convertir bajos metales en metales nobles es tan elevado que sobrepasa enormemente el de obtenerlos del modo habitual. Sin embargo, paradójicamente, es más sencillo y económico degradar los metales nobles, es decir, convertir el oro en plomo.

En las ruedas de prensa del covid hemos asistido a la representación perfecta de lo ilusorio de los procesos alquímicos. Se demostró una vez más que es casi imposible convertir en noble lo que es bajo por naturaleza. Y, al contrario, aunque hubiese sido más sencillo degradarse, los metales nobles continuaron siendo metales nobles. Incluso brillaron todavía más. El plomo siguió siendo plomo; la mierda, siguió siendo mierda. El oro, siguió siendo oro.

Jorge Armesto
Artículo publicado en El Salto

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