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¡Igualdad, no tolerancia! Javier de Lucas.

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Los abominables crímenes terroristas cometidos en Paris han provocado una reacción ciudadana contundente y han permitido escenificar –como casi siempre- una supuesta unidad de las fuerzas políticas, incluso más allá del marco europeo. Tiempo habrá para valorar cuánto haya de representación escénica y cuanto de voluntad real a la hora de formular medidas que puedan ser aceptadas por la mayoría de los ciudadanos y, además, que respeten las exigencias básicas de la legitimidad democrática. Recordemos que no hay seguridad si no es ante todo seguridad en los derechos. Una seguridad que recorta la libertad no es tal: es la victoria precisamente de aquellos a quienes se trata de combatir, porque significaría reconocer que nuestra prioridad no es garantizar los derechos y libertades.

Pero quisiera dedicar estas líneas para llamar la atención sobre lo que considero un error fatal: esa apelación a la tolerancia que, como mantra o monserga habitual, como tópico del catecismo de lo políticamente correcto, se reitera y predica enfáticamente en muchas de esas manifestaciones y declaraciones. Quiero tratar de volver a proponer a los lectores una tesis que me parece capital para la cultura de los derechos: la necesidad de dejar de hablar de tolerancia para tomar en serio la igualdad o, como propone Balibar, la egalibertad.

Es muy sencillo: hoy, en Estados que tienen Constituciones que reconocen y garantizan la igualdad en los derechos, en una Unión Europea presidida por la misma idea y que tiene como lema “unidos en la diversidad”, la solución no es, no puede ni debe ser la tolerancia, entendida como valor que presida el espacio público. Basta de esa retórica vacía. A mi juicio, a quienes predican la tolerancia en 2015 y en los Estados de la Unión Europea, hay que responderles recordando a Goethe: tolerar no es otra cosa que ofender. Es un resabio paternalista, condescendiente, incompatible con el reconocimiento de la igualdad en derechos y libertades. Lo diré una vez más: ahí donde están reconocidos los derechos, la tolerancia debe desaparecer.

No se tolera lo que es un derecho. Se tolera un mal menor, precisamente en aras de evitar otro mayor, peor. Insisto, hablo de tolerancia en el espacio público: no de la necesidad de la tolerancia de las manías de cada uno en una pareja, entre amigos o compañeros. No, me refiero a un principio sobre el que es construir la convivencia, la conjugación de libertades y derechos. Si yo considero que las relaciones homosexuales libremente consentidas no son un derecho como las heterosexuales del mismo orden, sino algo que debo tolerar, ofendo a todos los homosexuales. Si afirmo que hay que ser tolerante con las prácticas religiosas de judíos o musulmanes o evangelistas, o con los católicos o con quienes escriben en defensa del ateísmo, estoy ofendiendo a todos ellos. No: ahí donde hay libertad reconocida como derecho (la libertad de opción sexual, la libertad de conciencia, la de expresión, la libertad religiosa), no cabe tolerancia. Lo que debe reconocerse es igualdad en el ejercicio de cualquiera de las expresiones de esa libertad, de ese derecho. En el contexto de nuestras Constituciones, hablar de tolerar es reconocer que no queremos tratar en condiciones de igualdad a los tolerados.

Es importante entender que la tolerancia es un concepto histórico que, como tal, ha desempeñado una función muy positiva: permitir que conductas que no son aceptadas por la mayoría, pero respecto a las cuales hay argumentos para evitar castigarlas como delito, puedan llegar a ser reconocidas como derechos. Pero una vez que se ha alcanzado la “estación término de los derechos” para esas conductas, el tren de la tolerancia no debe regresar a su punto de partida. Nos ha costado siglos que conductas inicialmente toleradas (la libertad de conciencia o la libertad de opción sexual, o de identidad sexual) sean reconocidas como derechos. Afirmar ahora, por ejemplo, que hay que ser tolerante con “los homosexuales” o con “los inmigrantes”, además de una generalización sin sentido, supone retroceder siglos.

Bien está reclamar como mal menor la tolerancia en aquellos países en los que, por ejemplo, aún hoy se castiga las conductas homosexuales como un crimen incluso gravísimo, se reclame tolerancia. Pero el objetivo final no es, no debe ser ese: la tolerancia es un tránsito hacia el verdadero status. El objetivo no es que me toleren, sino que pueda disfrutar en condiciones de igualdad de lo que es un derecho, respecto al cual ni los poderes públicos ni los privados pueden interferir, salvo que haya un daño a tercero en un bien jurídico (en un derecho) de jerarquía mayor. Algo que deberá determinarse caso por caso y que debe ser decidido por los tribunales de justicia, con todas las garantías, como debe ser cuando hablamos de derechos.

Y si insisto en la necesidad de dejar de hablar de una vez por todas de tolerancia es porque la diferencia, y una diferencia importantísima, es ésta: frente a quien tolera, el tolerado no puede exigir que le toleren, sólo puede apelar a la magnanimidad o buena voluntad del tolerante, de quien tiene en su mano dejarle existir. El tolerado está a su merced. En cambio, si tenemos un derecho, podemos y debemos exigir que nadie interfiera en él, porque su existencia es independiente de la voluntad del otro de respetarlo, sea ese otro un representante del poder o un particular.

Basta ya de reclamar que sean buenos con nosotros, que nos aguanten, que nos toleren. Basta ya de pedir limosnas o privilegios. Frente a esos paternalistas que aún creen que tienen potestad sobre nosotros y nuestras libertades, basta de moralinas, basta de implorar generosidad, de pedir condescendencia. Exijamos que respeten nuestros derechos en condiciones de igualdad. Y que caiga el peso de la ley sobre quien no esté dispuesto a respetarlos, a reconocerlos, a garantizarlos.

 Javier de Lucas.
Artículo publicado en el blog alrevésyalderecho.

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