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In memoriam: Gabriel García Márquez – Rubén Díaz Caviedes

Sabíamos todos que sus flores favoritas eran las rosas amarillas, pero no si él mismo lo recordaba. Por lo visto sí.

Cuando lo vimos por última vez, el pasado seis de marzo, fue con una de ellas en la solapa y recogiendo otras de las manos de sus admiradores, que se habían congregado ante su casa en Ciudad de México para cantarle las Mañanitas por su cumpleaños. Los noticieros reseñaron que el escritor colombiano habló poco aunque tarareó una estrofa de la canción, lo que constituía una feliz novedad. Lo último que se sabía sobre el estado de su salud era que los años le estaban venciendo por la cabeza y que tenía «conflictos de memoria», citando a su hermano pequeño. Sufría una demencia senil acelerada, según él, por el tratamiento contra el cáncer linfático que casi se lo llevó en 1999.

Tampoco podía escribir y no hablaba demasiado, pero conservaba «el humor, la alegría y el mismo entusiasmo de siempre». Su hermano dio la noticia en el curso de un discreto encuentro con jóvenes celebrado el verano pasado en Cartagena de Indias, pero reverberó por los periódicos de todo el mundo como él dijo que las calles de Macondo reverberaban con el calor. El interés no debe extrañar. Hablamos de un hombre del que se puede decir que un Nobel fue la menor de sus conquistas. Naciones enteras le llamaban por su diminutivo y millones sabían cuáles eran sus flores favoritas.

Se ha muerto Gabriel García Márquez a los ochenta y siete años, sonriendo con esa franqueza suya que la edad no derrotó y haciendo ver hasta el final de su vejez que el cariño que despertaba en el mundo era recíproco. En unas de las últimas letras que le permitió la enfermedad, las que escribió en 2007 para conmemorar el medio siglo de Cien años de soledad, no presumió de otra cosa que de haber pasado más de sesenta años mirándose los índices revolotear sobre un teclado para escribir «una historia aún no contada que le haga más feliz la vida a un lector inexistente». Fue primero periodista y luego escritor, aunque Macondo y su río con piedras como huevos prehistóricos lo elevaron al estatus de demiurgo. No inventó nuevas historias ambientadas en el mundo, sino un mundo nuevo para ambientar historias viejas. Y boom, nunca mejor dicho. América Latina existió de pronto y con ella el realismo mágico, una condición de la realidad que ha despedido a su gran profeta con una última pirotecnia. Gabriel García Márquez se ha muerto en Jueves Santo, como Úrsula Iguarán.

Él mismo se apellidaba remotamente Iguarán, para ejemplo de que aquello tan facilón y convencional que se dice de todo escritor, lo de que es un poco cualquiera de sus personajes, era una verdad en el caso de Gabriel García Márquez. Por eso dejó muchos más paralelismos que trazar, el primero de todos entre lo profetizado de su final y el título de aquella novela suya, Crónica de una muerte anunciada, o aquel entre la condena de tantos de sus personajes a la soledad y los miembros de su propia familia, que en la vejez sucumben a los males del olvido con una puntualidad casi literaria. En estas horas tristes los periodistas los rebuscamos para honrar a nuestro patrón y otros, los afortunados que conocieron al dios en carne, echan mano de las anécdotas que vivieron en presencia del mismo Gabo, ellos que entre todos son los únicos con derecho a llamarlo así.

El que les escribe no tiene ninguna que contar salvo la verdad, simple pero portentosa, de que Gabriel García Márquez le descubrió el gusto por la lectura. A finales de los noventa, una buena profesora de literatura obligaba a sus alumnos de bachiller a leer Cien años de soledad, aportando como aliciente macabro que el autor sufría un cáncer terminal y que los medios tenían ya redactada y lista para publicar la noticia de su defunción. Quince años después la realidad resulta ser mágica y yo mismo tecleo estas pobres letras sobre su muerte para un medio, aunque solo después de saber que ha muerto y no por adelantado. Sabíamos que se iba, esta vez sí, y me habría ahorrado el trasnochar, pero no he podido evitar el gesto. No he querido darle la razón a mi antigua profesora.

No es una historia singular, por supuesto, con alguien que conquistó tantos lectores. García Márquez, de hecho, admitía la cantidad como medida de sus logros y no se felicitaba jamás por el verbo, precisamente aquello que le alabamos los demás, sino por todos aquellos a quien ganó para la lengua castellana, que vivía como una causa. «Desde que tenía diecisiete años y hasta la mañana de hoy no he hecho cosa distinta que levantarme todos los días temprano y sentarme ante un teclado para llenar una página en blanco o una pantalla de computador», explicaba en su intervención de 2007. «El lector inexistente de mi página en blanco es hoy una descomunal muchedumbre abierta de lectura en lengua española», una «gigantesca cantidad de personas que han demostrado con su hábito de lectura que tienen un alma abierta para ser llenada con mensajes en castellano».

Hoy esa gigantesca cantidad de personas le llora también, consciente de que Gabriel García Márquez no era uno más, sino Gabriel García Márquez. Él se olvidó de ellos pero aun así les sonrió cuando le llevaron flores, unas rosas amarillas, por su último cumpleaños. Ahora ellos le recuerdan a él y otros lo harán pese a no haberle conocido. Se ha muerto un genio en México a los ochenta y siete años, pero acaba de nacer para la historia. Que descanse en paz.

Rubén Díaz Caviedes
Artículo publicado en Jot Down

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