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La epidemia del coronavirus: lecciones para China

La pandemia del coronavirus ha irrumpido con una fuerza potentísima. Como ocurriera en ocasiones anteriores, la percepción de enfermedades que resultan imposibles de neutralizar en un lugar concreto provoca una intensa sobrerreacción. Desde las inmemoriales propagaciones de la peste negra y del cólera, y de otras aun antes de éstas, existe un imaginario social que aúna alarma, confusión y temor ante lo incontrolado.

La diferencia es que, ahora, conocemos en tiempo real lo que sucede en cualquier punto del mundo y experimentamos la globalización del miedo. Una razón poderosa para que China aprenda del actual momento en su propio territorio porque, como se ha comprobado pese a censuras y datos equívocos, la expectativa de enfermar es lo suficientemente poderosa como para eludir las barreras públicas del silencio. Cuando se despiertan los instintos más básicos que habitan en la mente humana, no hay mordaza ni ideología que sofoque la palabra.

Además de ésta son otras las lecciones que se desprenden de la epidemia del coronavirus, más allá de la pobre gestión de la alarma ciudadana. Se ha reiterado que la pretensión china de constituirse en vanguardia de la tecnología y el comercio internacional, y de hacerlo con un régimen que combina el socialismo autoritario con la iniciativa privada, menosprecia el valor social de la libertad de expresión. Una libertad que no sólo permite el fluir de ideas y de las palabras que las expresan, sino que permite la construcción de contrapesos frente a los excesos de los poderes dominantes.

La libertad de expresión posibilita que las personas con inquietudes similares se encuentren, reconozcan y organicen. Los países que mejor funcionan en términos éticos y de buen gobierno son los que han desplegado un amplio abanico de instituciones y organizaciones capaces de equilibrar los diversos intereses existentes. Consumidores versus productores, trabajadores versus empresarios, ambientalistas versus consumidores de recursos naturales finitos, asociaciones de la sociedad civil versus los excesos del intervencionismo político o, en el lado contrario, frente a la dejación de las obligaciones gubernamentales. La existencia de ese tejido canaliza las posiciones discrepantes. Un proceso que permite apaciguar el desacuerdo recurriendo al diálogo.

Los anteriores medios de regulación social han fructificado en sociedades con economías de mercado reconocedoras de los límites que éste debe respetar para no colisionar con otras instituciones sociales. Algo alejado de la experiencia china, en la que la comprensión de lo que constituye una economía de mercado avanzada se desvanece ante ese oxímoron que es el comunismo con mercado; un modelo en el que el fin y las metas del poder político, incluidos sus privilegios arbitrarios, imponen excesos carentes de los contrapesos equilibradores propios de una sociedad libremente organizada.

En segundo lugar, China no puede olvidar que es una economía orientada hacia la exportación y con miles de empresas que, como proveedoras o ensambladoras, forman parte de las cadenas de valor en las que se organiza una parte creciente del comercio internacional. Sus clientes de otros países se preguntan ahora si es un socio en el que confiar tan delicada maquinaria.

La última lección que aporta la pandemia del coronavirus afecta a la organización de la administración china. En el ámbito local y provincial, como ya se comprobó trágicamente con la hambruna que se produjo a finales de los 50 e inicios de los 60 del siglo XX, predomina el culto a los propósitos del gobierno central. En aquel momento la ideología subvirtió la racionalidad, los medios y objetivos locales de producción se fijaron sin base alguna y se multiplicaron a medida que ascendían por la senda burocrática. Había que mostrar, ante Beijing, que se era capaz de tocar el cielo, aunque todo fuera levitación y quimera. Ahora, las metas ilusorias ya no corresponden a la agricultura, pero se está produciendo una forzada reconducción de los recursos nacionales hacia metas estratégicas que sitúen al país, rápidamente, entre los grandes capitanes de la hegemonía tecnológica mundial.

Tales objetivos obvian o traspasan a un segundo plano el acceso de la población a bienes públicos tan relevantes como la universalización y gratuidad de la asistencia sanitaria, el control de la contaminación, la seguridad alimentaria y la eliminación de esas micro-corrupciones que llevan a los funcionarios públicos a mirar hacia otro lado cuando los alimentos contaminados llegan a los mercados de pueblos y ciudades. Ahora el gobierno la ha emprendido con esos dirigentes locales y provinciales. Ellos serán las cabezas de turco de la epidemia, pero la realidad es bien distinta: son las ambiciones y prioridades del poder central las que se han antepuesto a las políticas domésticas de bienestar.

Se podrá seguir aplicando la censura y la represión, pero la alarma desatada ya no se sumerge en una población depauperada, ignorante y resignada, sino que ha tocado la fibra de una clase media bien formada que dirige su mente a objetivos sociales identificados con el reproche a la corrupción, la desigualdad y la desprotección. Una nueva China que se pregunta sobre el eterno dilema económico: ¿mantequilla o cañones? O, dicho en términos actuales, ¿salud, equidad y libertad o inteligencia artificial y viajes espaciales?

Manuel López Estornell
Artículo publicado en Valencia Plaza

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