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Planeta vacío

A finales de este siglo, no habrá una superpoblación global, sino una rápida disminución demográfica. Es la tesis que sostienen Darrel Bricker y John Ibbitson en ‘El planeta vacío’ (Ediciones B), un ensayo que pretende desmontar las teorías que vaticinan un mundo incapaz de soportar el peso (y el consumo) de sus futuros habitantes.

El descenso demográfico no es ni bueno ni malo. Pero sí es importante. Una niña que nazca hoy llegará a la madurez en un mundo en el que las circunstancias y las expectativas serán muy distintas de las actuales. Estará en un planeta más urbano, con menos crímenes, más saludable desde el punto de vista medioambiental, pero con muchas más personas mayores. No tendrá problemas para encontrar un empleo, pero quizá sí para llegar a fin de mes, pues los impuestos para pagar las pensiones y la asistencia médica de todos esos ancianos mermarán su salario. No habrá tantas escuelas porque no habrá tantos niños.

Sin embargo, no tendremos que esperar treinta o cuarenta años para notar el impacto del descenso demográfico. Ya lo estamos percibiendo en la actualidad, en países desarrollados, desde Japón a Bulgaria, que luchan por desarrollar su economía pese a que disminuye el conjunto de consumidores y trabajadores jóvenes, con lo cual cuesta más proporcionar servicios sociales o vender neveras. Lo vemos en la cada vez más urbana Latinoamérica o incluso en África, donde las mujeres van tomando progresivamente el control de su destino. Lo vemos en cada hogar en que los jóvenes tardan más en marcharse de casa porque no tienen prisa alguna en formar su propia familia y tener un hijo. Y lo estamos viendo, desgraciadamente, en las agitadas aguas del Mediterráneo, donde refugiados de lugares horribles están presionando contra las fronteras de una Europa que ya comienza a vaciarse.

Y quizá muy pronto veamos que esto influye en la lucha global por el poder. El descenso demográfico moldeará la naturaleza de la guerra y la paz en las décadas venideras, pues unos países lidiarán a duras penas con las consecuencias del encogimiento y el envejecimiento de la sociedad mientras otros seguirán siendo capaces de aguantar. El desafío geopolítico definitorio de las próximas décadas acaso suponga el acomodo y la contención de una enojada y asustada China mientras afronta las consecuencias de su desastrosa política de hijo único.

Algunos de los que temen las consecuencias negativas de una mengua de la población propugnan medidas gubernamentales para aumentar el número de hijos de las parejas. Sin embargo, los datos indican que esto es en vano. La «trampa de la baja fertilidad» garantiza que, tan pronto la norma es tener uno o dos hijos, dicha norma se consolida. Las parejas ya no consideran que tener hijos sea una tarea que deban llevar a cabo para cumplir una obligación familiar o religiosa, sino que deciden criar un hijo como un acto de realización personal. Y se sienten realizadas enseguida.

Una solución al problema del descenso demográfico es importar sustitutos. Es por eso por lo que dos canadienses han escrito este libro. Canadá lleva décadas aceptando, per cápita, más personas que ningún otro país desarrollado, y apenas ha de afrontar tensiones, guetos o debates encendidos al respecto en comparación con otros países. Ello se debe a que se enfoca la inmigración como un aspecto de la política económica –gracias al sistema de puntos meritocrático, los inmigrantes de Canadá son por lo general más cultos, en promedio, que los autóctonos– y a que se adopta el multiculturalismo: el derecho compartido a celebrar tu cultura nativa dentro del mosaico canadiense, lo cual ha propiciado la consolidación de una sociedad próspera y políglota, entre las más afortunadas del planeta.

[…] En el pasado, el rebaño humano ha sido sacrificado y seleccionado por plagas y hambrunas. Ahora nos estamos sacrificando nosotros mismos, estamos decidiendo ser menos. ¿Esta decisión es definitiva? Probablemente sí.

Aunque a veces los Gobiernos han sido capaces de aumentar el número de hijos que una pareja está dispuesta a tener mediante subvenciones para guarderías y otras ayudas, nunca han conseguido devolver la fecundidad al nivel de reemplazo de, por término medio, 2,1 niños por mujer necesarios para sostener una población. Además, esta clase de programas son carísimos y, durante las crisis económicas, suelen sufrir recortes. Por otro lado, cabría considerar poco ético que un Gobierno intente convencer a una pareja de que tenga un niño que, en otras circunstancias, no habría tenido.

Mientras nos vamos adaptando a un mundo cada vez más pequeño, ¿celebramos o lamentamos estas cifras decrecientes? ¿Procuraremos preservar el crecimiento o aceptaremos con elegancia un mundo en el que las personas prosperan y a la vez se esfuerzan menos? No lo sabemos. Pero acaso un poeta esté observando ahora, por primera vez en la historia de nuestra especie, que la humanidad se siente vieja.

Este es un fragmento del libro ‘El planeta vacío’ de Darrel Bricker y John Ibbitson (Ediciones B).
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