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¿Volverán los Talibanes a oprimir a las afganas?

Lo publicó «The Economist» hace unos días1: a las afganas jóvenes les resultan muy difíciles de creer las historias que les cuentan sus padres sobre el régimen talibán. Es comprensible: casi dos tercios de la población es menor de 25 años y no saben absolutamente nada de cómo vivieron sus madres y abuelas de 1996 a 2001 bajo la opresión de aquel sistema autocrático.

Las mujeres tenían prohibida su presencia en el espacio público, además de estar privadas del derecho a la educación, al trabajo e, incluso, a la risa. Por eso, las afganas que lo saben temen una «vuelta al infierno», porque la historia ha sido demasiado cruel con ellas y  desconfían de las negociaciones de paz entre el gobierno y los talibanes. Efectivamente, podrían volver a la situación anterior, porque la Administración de Trump deja el país sin un pacto definido con los protagonistas de la guerra y tan solo les ha impuesto a los talibanes la iniciación de negociaciones con el gobierno afgano. Asimismo, crecen las dificultades y la desconfianza hacia los antiguos tiranos es total.

En el caso de las mujeres, los talibanes aseguran que sus derechos serán protegidos de acuerdo con la religión islámica. Pero, ¿qué interpretación de las enseñanzas defienden? Si bien aseguran que no impedirán su educación, Human Rights Watch afirma que en las zonas rurales —controladas por los talibanes— las niñas se ven obligadas a abandonar sus estudios en cuanto llegan a la pubertad. De hecho, se sospecha que, una vez idos los norteamericanos, los talibanes volverán a ocupar el poder por la fuerza.

En cuanto al gobierno actual, promete preservar «una república soberana, democrática y unida», y Abdullah Abdullah, negociador gubernamental, ha dicho que «no llegaremos a un acuerdo de paz sacrificando los derechos básicos y fundamentales de nuestro pueblo», los cuales incluyen a las mujeres.

La población afgana desea que acabe la guerra y espera ansiosa el inicio de conversaciones. Por su parte, las mujeres exigen no perder los derechos conseguidos, sobre todo porque desconfían de las intenciones de los talibanes, cuya ideología puede impedir la paz, la seguridad y la construcción de un país mejor. Les preocupa que los frágiles avances conseguidos con la Constitución de 2004 se sacrifiquen en aras de intereses políticos ajenos.

No obstante, es en el ámbito literario donde más han luchado las mujeres.

En 2020 se cumple un siglo de la aparición del Círculo Literario de Herat. Ahmed Said Haghighi era su presidente cuando el 4 de noviembre de 2005 era asesinada en su casa la poeta y periodista Nadia Anjuman a consecuencia de la paliza que le propinó su marido, Farid Anjuman. Como ella, tenía una formación académica y cultural superior, lo cual no impidió su crimen. El mismo Haghighi ideó la utilización de las clases de costura como «tapadera»  para enseñar a las mujeres, una vez que los talibanes cerraran las escuelas para niñas, las destruyeran y las sustituyeran por mezquitas. De Nadia Anjuman dijo que «era una gran poeta en persa».

En 2010 conocí a Nadia Ghulam, escritora y activista afgana residente en Barcelona. Había estudiado en la Universidad de Kabul disfrazada de muchacho a causa de las prohibiciones mencionadas. Su relato me interesó y, al poco tiempo, conseguí información del Centro Pulitzer de Investigaciónrelativa a las mujeres, a las que solo se les permitía coser y bordar, lo cual permitió el florecimiento de los Círculos de Costura. Anjuman y otras jóvenes acudían a la Escuela de Costura «La Aguja de Oro» de Herat, hogar del profesor Rahyab, donde estudiaban literatura y leían a escritores como Shakespeare, Balzac, Dostoyevski, Dickens, Tolstoi, Joyce y Nabokov. De haberlo sabido los talibanes, habrían terminado en la horca.

En Kabul, capital del país, surgió una sociedad literaria femenina—«Mirman Baheer»— que continúa muy activa a pesar de la pandemia y que se reunía los sábados al atardecer para recitar poemas de sus integrantes. «La Aguja de Oro» fue su modelo. Aunque sus socias del ámbito rural no tenían acceso ni a la cultura ni a la libertad, Ogai Amail, una de sus fundadoras, anotaba los versos —escritos en lengua pastún— que le recitaban a través del móvil porque no podían ir a Kabul. Incluso en condiciones adversas, las jóvenes salían de sus casas momentáneamente para llamar por teléfono a Amail. No querían que su familia sospechase nada, pues en caso de ser descubiertas, las apalearían e incluso asesinarían. Amail los leía en las reuniones de los sábados sin decir los nombres auténticos de sus autoras para evitarles todo peligro.

Ha habido experiencias muy dolorosas, como la de la poeta cuyo seudónimo es «Meena Muska», palabras que significan «amor» y «sonrisa» en pastún. Había perdido a su prometido a causa de una mina terrestre y la tradición la obligaba a casarse con un hermano del muerto, a lo que se negaba. Era muy joven y protestaba contra su destino escribiendo poemas. Vivía en Gereschk, ciudad de 50.000 habitantes en la provincia de Helmand, la más grande de las 34 del país. Es complicado vivir allí, porque es una de las mayores productoras de opio del mundo —motivo por el cual hay tantas fuerzas extranjeras peleándose— y el baluarte de las fuerzas insurgentes contra los occidentales. El padre la sacó de la escuela a los cuatro años porque un grupo de hombres armados habían secuestrado a una compañera suya. Vivía en casa cocinando y fregando a la espera de casarse cuando perdió a su prometido. Si bien su liberación llegó aprendiendo a escribir poesía, única forma de acceder a la cultura, nunca podían verse cara a cara con extraños ni leer sus versos públicamente. Ni siquiera a su familia, que podría suponer que tenía una relación ilícita con alguien, y la golpearían hasta la muerte. Meena vertía en sus versos lo que va mal en Afganistán y de cómo afecta sobre todo a las mujeres. El suyo es un destino compartido por todas las jóvenes, excepto para las que viven en Kabul.

Quienes conocían sus poemas la llamaban la «nueva Rahila», joven poeta que se inmoló quemándose, práctica habitual entre las poetas afganas3, pues la consideran romántica y honorable. Su cuñada la descubrió un día dictándole a Amail unos versos por teléfono. La familia creyó que hablaba con un muchacho y los hermanos la golpearon y quemaron sus cuadernos de poesía. Dos semanas más tarde se suicidó. Su nombre real era Zarmina y se había convertido en una gran poeta, de lenguaje muy personal y pulido y con un gran coraje a la hora de cuestionar la voluntad de Dios. Su familia negó que se suicidase, pero lo hizo porque no podían pagar los doce mil dólares de dote que tenían que pagar para casarse con el hombre al que quería.

Son notas comunes de todas estas escritoras quejarse a Dios de su destino y cuestionar con frecuencia por qué no pertenecen a un mundo donde la gente entienda lo que sienten. También se preguntan por qué Dios, que ama la belleza, no cuida de sus poetas, que la estiman en grado sumo.

Zarmina no fue un caso aislado, sino uno más de los innumerables que padecen las poetas-mártires de Afganistán. Las componentes de «Mirman Baheer» ya no se ocultan, porque la mayoría procede de la élite afgana. Acuden a las reuniones viajando en autobuses urbanos, con las caras descubiertas, zapatos de tacón alto y abrigos de piel; sin embargo, no ocurre lo mismo en las provincias periféricas del país —Khost, Paktian, Maidan Wardak, Kunduz, Kandahar, Herat i Farah—, donde residen casi trescientas poetas que pertenecen a una «Mirman Baheer» secreta.

Casi dos tercios de mujeres afganas viven en áreas rurales y la promoción de los derechos de las mujeres a manos de organizaciones occidentales o gubernamentales ha tenido poco éxito. Solo un 5% se gradúa en secundaria,  la mayoría se casa a los 16 años y tres de cada cuatro matrimonios son forzados. Por ello, las poetas de provincias viven en peligro tras altos muros controlados férreamente por hombres.

Escriben poesía pastún como rebelión contra una sumisión obligada y utilizan el «landay», forma lírica que significa «serpiente pequeña y venenosa» formada por una serie de versos pareados. En ellos combinan diversión, erotismo, agudeza, tragedia, ironía y furia. Su origen popular les permite el anonimato y la oralidad y, aunque los hombres pueden recitarlos, son «de propiedad» femenina. Según Safia Siddiqui, poeta pastún célebre y antigua parlamentaria, «en Afganistán, la poesía es el movimiento de las mujeres desde dentro».

Saheera Sharif, otra de las fundadoras de «Mirman Baheer» y parlamentaria de la provincia de Khost, dice que «un poema es una espada» y en Afganistán se ha convertido en la forma más efectiva de lucha por los derechos de las mujeres.

Si bien los poemas se recitan en las reuniones de «Mirman Baheer», originariamente los «landays» se recitaban «la noche de la henna4», la anterior a las bodas, mientras las mujeres se reunían alrededor de la novia y decoraban su cuerpo. No obstante, los talibanes los prohibieron por considerarlos inmorales. También se recitaban en el «godar», plaza donde se reunían las mujeres del mundo rural para recoger agua. A pesar de que los hombres no podían acercárseles, iban a escucharlas y lanzar miradas furtivas a sus amadas.

La temática era amorosa o de duelo, pero hoy abraza todos los asuntos. Es el caso de Zamzana, hija de un ingeniero a quien leía sus poemas y que la envió a «Mirman Baheer» para que aprendiese a escribir. Trata temas combativos y, como otras jóvenes procedentes de familias cultas de Kabul, no tiene obstáculos a la hora de escribir.

Hoy se sabe de la existencia de muchas muchachas apaleadas y asesinadas por sus familias en Afganistán, aunque bajo los talibanes, el desconocimiento de tal situación era absoluto y ocurría con una impunidad total. A pesar de serios intentos por mejorar la situación de las mujeres en las áreas de cultivo de opio y de combinar ellas su trabajo en casa con cursos y escritura de versos, su situación es peligrosa para las que se han convertido en líderes de los movimientos de defensa de las mujeres, pues para los talibanes están demasiado cerca de Occidente. Han tenido que vivir y moverse a escondidas tras sus «burkas». Con todo, las afganas son mucho más conscientes de sus derechos y luchan más por ellos en el seno de su familia. Si consiguen ser respetadas, todo va bien. Si no, son apaleadas y se suicidan. Su objetivo es llegar a Kabul para conseguir la libertad, pero desgraciadamente no llega casi ninguna.

Una vuelta al poder de los talibanes, sería un hecho terrible para todas las mujeres afganas.

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Se han extraído algunos párrafos de la publicación de «The Economist» del pasado 4 de julio.

Sus fuentes hablaban de las mujeres afganas que se arriesgaban a morir por el simple hecho de escribir poemas. Con posterioridad, han aparecido artículos en otros medios internacionales.

Es una costumbre procedente de la India, donde está prohibida en la actualidad.

«Alheña» en castellano.

Pepa Úbeda
Artículo publicado en El Sur

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